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El que ríe último…


Por Gastón Peret.

El virus nos mira y se caga de la risa.

En esas guerras tan inhumanas (como lo son todas) vemos tecnologías que lanzan misiles que interceptan a cohetes enemigos en el aire, evitando muertes en el suelo.

Acá, no se puede controlar el barbijo en el bolsillo o el sonido de la música en las bellas quintas alrededor de la ciudad y en horarios clandestinos.


Más de 365 días antes, fuimos capaces de encerrarnos ante el fantasma chino del cual algunos aseguraban con total impunidad y sin nada de sabiduría (aunque ocupando el Ministerio de Salud… en pleno brindis) que China quedaba demasiado lejos como para preocuparnos.


Fuimos obedientes de vida cuando algunos pocos pisaban el césped prohibido delante de las narices de las autoridades que se mantenían en su mar de quietud mirando pasar tantos motoqueros sin casco, sin papeles y sin consciencia.


El virus nos mira y se caga de la risa.

Es que no comprende esa loca teoría en al cual el Covid salía de su siesta a las 16 horas, luego de despertarse con la sirena diaria y puntual de nuestros queridos bomberos.


Algunos habitantes cercanos al cuartel se quejaban del no poder dormir hasta un poquito más tarde. Los más maduros (mentales) cerraban con una pena en el alma y en los bolsillos, sus persianas comerciales. Mientras tanto el mundo parecía detenerse, pero los impuestos y los pagos continuaban avanzando con preocupante precisión y determinación.


Los comercios de la ciudad colgaban en sus vidrieras los carteles de “cerrado por derribo” y sólo los que saben de nadar en dulce de leche repostero, inventaron el parche de esta crisis ambiental pero también política.


El virus nos mira y se caga de la risa.

Porque es malo y nos encuentra perdidos en venta de humos para las hinchadas más ciegas.

Nos despedimos desde lejos de nuestros seres amados y asistimos desde cerca y amontonados a la despedida anunciada de nuestro ídolo deportivo.

Nos privamos del mate compartido en casa, en nuestra propia burbuja ambiental, pero nos chocamos con los bastones blancos, donde se encuentra ese lugar conocido como “la Muni”, a quienes se juntan de a diez con menos de dos bombillas amargas que distancien el buen gusto y el cuidado.


El virus nos mira y se caga de la risa.

Porque se cortan cintas de perlas, pero se cierran las puertas de los comercios vecinos.

Porque los dedos señalan al pueblo desobediente, cuando los dueños de esas mismas manos se han reunido en sus quintas de luxe en noches sin luna.

Porque las personas comunes no pueden hacer actividades físicas, salvo que pertenezcas al selecto grupo futbolero con el cabezón como ángel de la guarda, o quizás (y hasta más grave) personajes con funciones políticas mostrándose con sus zapatillas de último modelo para hacer su maratón sureña.

Porque algunos medios que llevan su camiseta puesta, quieren hacer creer que viven de las publicidades de los comerciantes, y pasan por encima a los mismos laburantes, porque en sus bolsillos queda atrapada la puntualidad sin escrúpulos y en billetes de mil.


El virus nos mira y se caga de la risa.

Tenemos siete camas en terapia… que son las mismas que teníamos hace más de un año atrás (incluso desde antes de la bienvenida a la pandemia).

Se aplaudió el espíritu combativo de nuestros superhéroes más humamos y cercanos que tenemos, y se los usa como material descartable para cada disputa política que se genera.

Se valora en palabras a nuestro personal de salud, pero se les quita todo valor al no haber insumos, materiales de protección, ni verdadero alimento económico en sus bolsillos.

Se pensó ingenuamente en un mundo mejor a partir de los encierros y los momentos perdidos, y se pasó al insulto barato (y pago) desde redes sociales por pensamientos distintos y banderas a la altura de los ojos.

El virus nos mira y se caga de la risa.

Y cómo no hacerlo si nos quieren aislados, sin un peso encima, pidiendo limosnas, con los chicos sin sus clases presenciales (ya demostrado por el mundo que no son focos de contagio), pero con las ambulancias haciendo sonar sus sirenas.

Y si algún gobernante creyó que eso era una solución, alguien tendría que avisarle (aunque entiendo que hoy la soledad es su única compañía) que esos sonidos están perjudicando a los que se encontraban bien mentalmente.

(algún psicólogo/a entre los lectores?)


El virus nos mira y se caga de la risa.

Pero muchos de nosotros también nos atrevemos a mirarlos a él a los ojos y decirle que somos muchos más los que nos cuidamos, los que tenemos los barbijos bien puestos, el alcohol en gel ya formando parte de nuestro vestuario, los que aprendimos el estúpido saludo del puño o codito, los que tenemos un mate por cada habitante de la casa, los que hace tiempo que no ve a sus seres queridos y, sobre todo, a que no pensamos bajar los brazos y vamos a continuar trabajando con los protocolos adquiridos porque amamos la vida de nuestros seres más queridos y la propia.


El virus nos mira y se caga de la risa.

Sí, es verdad, pero el que ríe último, ríe mejor. Y por eso estoy seguro que nuestra sonrisa triunfará.

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